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El Mesías

El Mesías cruzó el pórtico del templo y se detuvo frente a una panadería ambulante. Al instante, fue increpado por el dueño. El Mesías mordía con deleite el pan tierno, dando gracias al Señor Todopoderoso. Pero el dueño siguió quejándose hasta arrebatar el pan del Mesías.

—¿Quién crees que eres? Debes pagar como todo el mundo —dijo el panadero.

—¿Pagar? —repuso el Mesías.

—¡Sí! ¡Dinero! ¡Debes pagar el pan! —exclamó el panadero.

Entonces, el Mesías se llevó una mano a la barbilla y dejó su vista suspendida. Así debió pensar que para comer pan, antes necesitaba dinero.

—¿Y dónde puedo encontrar ese “dinero”? —preguntó al fin el Mesías.

—Debes ganártelo trabajando, debes trabajar.

Entonces, el Mesías volvió a sumirse en sí mismo, sin duda resultaba curioso que necesitase tantas cosas para tener pan.

—¿Y qué es el trabajo? —preguntó el Mesías aún pensativo.

—Necesitas emplear tu tiempo y tu esfuerzo en algo —contestó algo confuso el panadero.

A lo que el Mesías sentenció con un lacónico: “Volveré”.

El quid de la cuestión era que, al parecer, no era posible hacerse el propio pan en aquella ciudad. Los medios de producción pertenecían a unas familias, que además solo aceptaban dinero por el pan. Y se cuidaban, por otro lado, de perseguir y denunciar a aquellos que quisieran hacer pan por su cuenta.

Y el dinero parecía obedecer a una norma parecida; este recaía en su mayor parte en una fracción de las familias de la ciudad, quedando desprovistos del mismo una ingente cantidad de otras familias que, además, eran por lo general expulsados o tratados como seres inferiores por el resto más pudiente. Esta estirpe de excluidos recibían el sobrenombre de “pobres”.

El problema era que no había suficiente trabajo o el que había apenas daba para pagar el pan nuestro de cada día. Así que muchos pobres estaban escuálidos y famélicos, y la única solución que encontraban era robar o acudir al templo en busca de la misericordia de los sacerdotes.

El camino entre olivos discurría serpenteante por una colina, tras la que se ocultaba ya el perfil recortado de la ciudad.

El Mesías congregó a algunos de sus seguidores en torno a sí.

—Jeremías —dijo, señalando al avispado oriundo de tierras yermas—, ¿qué es lo que requiere el trabajo?

—Tiempo y esfuerzo, como te dijo el panadero —contestó Jeremías.

—¿No es acaso el tiempo la vida misma? —volvió a interrogar el Mesías.

—Sí, pero sin el pan, poca vida o poco tiempo de vida podrás gozar —sentenció un joven de túnica dorada que despuntaba por su altura y elegancia.

—¿Quién habla?

—Es Tales, de Mileto, mi señor —le susurró Jeremías.

—¡Ah! He aquí un filósofo entre los nuestros. Uno de los siete sabios del mundo conocido. Se bienvenido y acercaos para que podamos dialogar de forma diligente.

El meteco, de tipo fornido y cabello rizado, estrechó la mano del Mesías y respondió a los halagos con un sutil ademán de reverencia.

—¿Y cómo sugieres que obtenga mi hogaza de pan sin violar las leyes de la ciudad? —preguntó el Mesías.

—Su altísimo, es el que obra los milagros, pero buena solución sería llenar las alforjas de oro de todos los ciudadanos de la ciudad, así todos podrían comprar su hogaza de pan y algo más —dijo Tales.

El telón de la noche sepultó con su silencio los parlamentos que siguieron a la propuesta de Tales. Todos entraron en un profundo sueño, con el astro lunar como único testigo. Algunos, antes de caer presos del mundo onírico, recordaron observar cómo la figura del Mesías se elevaba hasta brillar como una estrella más del firmamento.

El alba provocó un estallido de júbilo; las gentes de toda condición tenían en sus bolsillos alhajas y oro suficiente como para ir al mercado del templo y comprar cuanto quisieran. Al fin se acabaría el hambre en la ciudad, principalmente. Muy pronto, alguien acuñó para los habitantes de la ciudad el sobrenombre de “ricos”. Y el nombre de aquel rincón del mundo sería, en adelante, conocido como la ciudad de los ricos.

Tales observaba el júbilo inicial y la euforia desmedida alrededor, mientras fruncía el ceño al observar la figura de nuevo humana del Mesías, que parecía esbozar una media sonrisa, tras la que podía adivinarse la naturaleza del prodigio orquestado.

De nuevo fueron abiertas las puertas del mercado, y a duras penas el Mesías, escoltado por Tales y Jeremías, lograba abrirse paso hasta el mercader del pan.

Pero allí no había nadie, tan solo un niño que afirmaba que su padre, el panadero, como hombre acaudalado, había decidido no proseguir con su actividad ambulante. La mayoría traía oro que brotaba de las fuentes para comprar pan y otros bienes, pero los mercaderes, saciada cualquier ambición, abandonaban su puesto tras liquidar todo, al no encontrar incentivos o alicientes para continuar con su labor.

Muy pronto los soldados abandonaron las murallas, y los sacerdotes fueron defenestrados al no ser capaces de contener aquel prodigio que inundaba las calles de incalculable valor.

Pero algo sucedió; muy pronto esta sociedad saciada de riquezas empezó a declinar ante el espolón inquebrantable de la necesidad. La anarquía comenzaba a adueñarse de las calles; algunos ofrecían su oro a cambio de seguridad, pero todo era en vano, ninguna profesión parecía ser suficiente para garantizar el sustento. En la ciudad de los ricos, nadie se rebajaba a trabajar.

El Mesías y Tales continuaron su diálogo al abrigo de una higuera, entre el muro de enredaderas que rodeaba el templo.

—Todos tienen riqueza, pero ninguno quiere trabajar; qué extraña anarquía es esta —inquirió Tales.

—Querido Tales —murmuró el Mesías—, nada puedo hacer; hice lo que me pediste, y ahora todos se adoran a sí mismos y a su oro, hasta tal punto que esto les vale la perdición. ¿O acaso, como filósofo, podéis ofrecerme una solución a tal contingencia?

—Es curioso —dijo Tales—. Ahora somos nosotros los portadores de estas hogazas de pan los hombres más ricos de la ciudad. Pero se me ocurre que todos vuelvan a sus trabajos, solo que esta vez cada uno haga libremente aquello para lo que se cree preparado.

Una lluvia intensa trajo agua a los depósitos y las fuentes. El Mesías y sus seguidores pusieron en marcha los molinos y los hornos de la ciudad, repartiendo pan para los acaudalados ciudadanos que pronto se vieron las caras en parlamento.

La nueva ley que proponía aquel filósofo griego, acompañante del Mesías, invitaba a todas las partes a ejercer su profesión sin prestar atención a la ganancia del otro, tan solo como una única familia, una gran familia que se gestionaría de forma natural, censurando el abuso con el peor de los castigos, el destierro.

—¿Cuál es la primera ley? —preguntaron algunos. Y tras un gesto categórico de Tales, este sentenció: la disolución de los mercados.

Acto seguido, el Mesías y sus seguidores irrumpieron en el patio principal e improvisaron una pira donde arrojar todos los enseres y artilugios que componían los tenderetes de los puestos ambulantes, generando una humareda visible desde el desierto y las heladas cumbres.

—¿Cuál será la nueva divisa de la ciudad a partir de ahora? ¿La nueva moneda que sirva para motivar a producir y canjear las mercancías? —preguntó Tales.

—La voluntad de servir; la nueva moneda será el honor —concluyó el Mesías.

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