jordicasado.blog
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Anoche tuve un sueño; soñé que el anchuroso mundo era un salón, pero no uno cualquiera, sino uno ampuloso, lleno de misterios y maravillas.
En tal lugar, me hallaba en un sillón, garabateando ecuaciones y fórmulas de forma fluida con la esperanza de encontrar la sintonía perfecta entre mis planteamientos iniciales y la realidad. Las guardaba en una carta y esperaba un sello de afirmación o negación.
En ese sentido, contaba con la ayuda inestimable de un mayordomo que actuaba de enlace. El hecho es que solo lo veía desaparecer por una puerta anexa que daba acceso a la llamada “Habitación Empírica”, y al cabo de un buen rato lo observaba cruzando el mismo umbral para entregarme la respuesta a mi solicitud, rubricada en el reverso de la carta.
El mayordomo, de alguna manera, era mi única conexión con la realidad, con las respuestas de la Habitación Empírica. Muy a mi pesar, en la mayoría de las respuestas la realidad se negaba a concordar con mis hipótesis, así que tenía que modificar o incluso empezar de cero mis consideraciones sobre la cuestión teórica de turno. Reescribía la carta y la volvía a enviar, esperando con impaciencia que el mayordomo regresase.
Un buen día, ocurrió un hecho inusitado: una especie de mendigo hizo aparición tras uno de los grandes ventanales del salón. Sin duda, reclamaba refugio y, a pesar de mi oposición, de algún modo logró entrar en la estancia y fue a buscar acomodo cerca de mí, saludándome con un gesto un tanto sarcástico. Pertenecía a la ya extinta estirpe de los filósofos, o eso decía él, pero a mí se me antojaba un loco.
A fin de cuentas, tuve que resignarme y traté de abstraerme de nuevo en mis investigaciones científicas. Así pasaron los eones, y el mayordomo iba y venía; tras algunas decepciones, al fin podía cantar “Eureka”, y la ciencia avanzaba o revolucionaba algún campo esencial que prometía acercarme un poco más a la verdad suprema.
Cada vez, la ciencia y mi conocimiento del salón, su luminosidad, sus artilugios y utensilios, sus maravillas y misterios me eran revelados gracias a mi paciente dinámica de investigador, que arañaba resultados con los que poco a poco daba sentido al salón, a mi mundo. En un cofre preciado guardaba las cartas rubricadas positivamente de la Habitación Empírica, que el mayordomo me había entregado ocasionalmente, y desdeñaba las más comunes, que eran las de mis errores e hipótesis fallidas.
Un día, el filósofo se acercó a mí, rascándose impúdicamente, y me preguntó qué hacía yo, escribiendo sin cesar y enviando y recibiendo esas extrañas comunicaciones a través del mayordomo. “Yo hago ciencia”, le espeté, considerablemente contrariado, y señalé en dirección a la Habitación Empírica.
El filósofo, que seguía rascándose, me interrogó entonces sobre por qué no me había preguntado por lo que había dentro de aquella Habitación Empírica.
Y, sin pensárselo, apartó al mayordomo y se dirigió hacia el umbral de la habitación con gestos descuidados. Yo no tuve más remedio que seguirlo para intentar que no profanara el templo del saber. Pero todo fue en vano.
Al llegar a la “Habitación Empírica”, un chillido animal nos recibió con cierta hostilidad. Sobre un enorme buró con relucientes incrustaciones, donde destacaban grabados a fuego los términos “Mater Natura”, había un mono iletrado encadenado, sellando cartas con un sello de dos caras, que al parecer elegía al azar.