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Somnolencia

Cae el martillazo del despertador. Este le escupe engranajes, bolas y limaduras de hierro, que acaban por desgarrar la profunda cavidad de su ensueño.

Algo aguarda a que se levante. Otea el espectral horizonte y divisa un armario. Es absurdo concebir algo así, lo sabe, pero piensa que tal vez pudiera, con tan solo abrirlo, ver algo más allá de su interior, deslizarse en su oscuridad hasta un punto indeterminado, luminoso y cálido, que al fin pudiera acogerle. Ya la cama sería un punto recóndito que se desvanecería. Sus sábanas se revolverían para encontrarlo, interrogando a la ropa desparramada. Entonces, el pantalón se alzaría sobre los zapatos, y la camisa treparía hasta atrapar al sombrero, ahora hueco de pensamientos. Y al fin, conjuntadas, sus prendas recorrerían la estancia como una sombra inquieta, descubrirían los fragmentos de un espejo, restos de la furia desatada hace dos noches, restos de esperanzas ahogadas por un vino caro. Y es que hasta la lámpara ondearía anhelando desprenderse de su nexo, para no asistir más al espectáculo de un inquilino que devora el sueño de su estancia. ¿Pero por qué se detienen frente a la persiana vehículos, árboles, señales y una coqueta paloma? Las prendas retroceden y sienten el agitar correoso de los de arriba, la furia de los de abajo, la musicalidad del que habita al lado y el tintineo de un cascabel, que resulta ser una sombra fugaz que corretea por el rellano. Todo ello es su mundo, un circo contenido en un plano a punto de enrollarse. Aunque aún nos es posible contemplarlo por un instante, un instante de calles asfaltadas, de jardines y hoyos ondulados. Pero la imagen declina y se desluce con el sabor amargo de la pompa y el estéril abrazo del terciopelo. Es la alquimia del deseo la que corrompe y enturbia el ánimo, es el deforme que le refleja el espejo, que se enjuaga la cara, canturreando de forma insolente, rascándose mientras descubre un grano, unas canas, unas arrugas, heridas en su ego, máculas en su forma ideal, dictada al amparo de lo que gravita más allá. Y sin embargo, su pie se posa en la gélida superficie y comienza a tantearla, hasta que descubre la acogedora complicidad de una zapatilla, impulsando al cuerpo a levantarse.

Arrastra sinsabores, peldaños que son montañas, se vuelve un enano, una partícula microscópica que debe aferrarse a estructuras para ser alguien. Alza su mano y trata de escalar, de poner el pie en la cara del otro, desdibujándole el rostro hasta que logra un marco en la pared, regocijándose victorioso. Aunque si observara sus manos, vería que están impregnadas de algo difícil de explicar.

El armario ha sido abierto, la corbata le retuerce el cuello y las agujas del reloj se le ensartan, arrojándolo a la calle. La luz del sol pasa inadvertida en la inercia de su tránsito inexorable. Camina hacia la furia de voces metálicas, palabras que atropellan y colapsan arterias, que tragan y engullen, que calumnian y sustraen, que ganan u obtienen beneficios. Espíritus que ladran y escupen, obligándole a sacar un cigarrillo. Al fin respira y sopla ese café plastificado que moja sus labios dorados, labios que comienzan a gesticular, a reír, a vivir simétricas y cabales reproducciones.

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