Ella era extremadamente delgada y gruesa en el uso de la palabra. Sus vociferantes dardos señalaban y alcanzaban a unos y a otros de forma indiscriminada.
La bandera lucía a sus pies, con unas bandas y un escudo jalonados por un eslogan de términos obscenos. Su discurso denso creaba una atmósfera de claustrofobia para la escasa inteligencia allí congregada.
El espacio estaba ocupado milimétricamente por todos aquellos seres huérfanos de toda autonomía crítica. Sus oídos eran receptáculos que recogían el veneno de unos eslóganes prefabricados.
El recinto era una caldera a punto de implosionar. El líder al fin hizo acto de presencia, pasando por un anexo hasta encaramarse al atril como un dragón escupiendo fuego. Los fotógrafos entraron en pugna para inmortalizar el momento. Una sonrisa de cortesía y un saludo levantando el puño provocaron, como un resorte, una ovación ensordecedora. El discurso estaba contenido en unas pocas hojas. En él, el arte sibilino de la retórica y la demagogia habían encontrado un campo fértil en el que florecer. Sus consignas tenían una inclinación natural hacia lo simple, una simpleza que se asemejaba a una pira, donde ardían todo tipo de personajes e ideas. Esa imagen medieval se propagaba por el recinto como un incendio que chamuscaba las escasas ideas propias de los que allí se congregaban. Al final, la escuálida retomó su rol y despidió al líder con un sonoro aplauso. Algunos alzaban los brazos e incluso hubo cánticos nostálgicos por parte de los más veteranos. Ya pronto el telón se cerraría y el acto al fin habría concluido. Yo, como observador involuntario de aquel infierno, pude entrevistar a la escuálida representante de aquel despropósito, cercenador de verdades y razones. Su boca era como un artilugio móvil que reproducía cánones de forma automática, dando la sensación de que en realidad estaba diciendo algo original y revolucionario.
Mi grabadora de casete chirriaba hasta que dijo basta. Recuerdo que a los periodistas afines les convidaban a un refrigerio marca de la casa. Yo en realidad no tenía nada que hacer, así que me vi en aquel bar hasta las tantas, charlando con unos y otros, hasta quedarme a solas con la escuálida. Su conversación no estaba compuesta por palabras, sino por ladrillos; su mente se asemejaba a una pared perfectamente levantada que apenas dejaba filtrar más mensaje que el del propio arquitecto de aquella fachada ideológica. Lo único permitido era pegar carteles con intención propagandística.
Así que tuve que asentir a todo, una cosa llevó a la otra, y esta mañana me he levantado con otra onda. Empiezo a tenerlo todo meridianamente claro. Digamos que mi mente ha abandonado la originalidad y la autonomía, y se ha arremangado para articular el escenario de un nuevo hogar, de paredes simétricas, un muro a la lucidez, siempre peligrosa, y una luz a un cartel que me señala y que me exige como una responsabilidad irrenunciable, el voto para ella y para todos aquellos que se suman a la causa ideológica que defiende.